El momento es sublime. Los ojos se enrojecen de abajo hacia arriba, como si la ira creciera al recordar, uno por uno, cada angustia, cada trampa fallida, cada nudo en el estómago. Luego, la bronca. Cada patada en el cuerpo de ese ave que yace en el piso es un grito de libertad, una descarga emocionante. El remate final: un pisotón en la cara. Furia, venganza, justicia.
Fue el recurso más tonto, el túnel pintado en la pared rocosa, el que venció al Correcaminos. Las complejas trampas marca Acme habían servido para demostrar durante décadas qué ingenioso es el Coyote y qué injusta era siempre su derrota.
El otro, canalla, ganaba por velocidad. Corría y nada más. "Mic mic" y a ningún lugar. Tan primitivo resultó ser que cayó planchado al toparse con el túnel pintado, que tantas otras veces había atravesado de suerte. ¿Acaso pensó que otra vez iba a vencer a la física? ¿Acaso pensó alguna vez ese pájaro cagón?
Quise muchas veces gozar de este momento. Cuando chico, esperaba al Coyote con la certeza de que alguna vez se le tenía que dar, que no podía ser que siempre, tras cuatro o cinco trampas impecables, brillantes, únicas, el otro zafara sólo por ser veloz. Ya crecidito y azurdado, veía en el Correcaminos al capitalismo salvaje y monótono, siempre a punto de claudicar, pero siempre vivito, coleando, y corriendo hacia adelante.
Ahora, disfruto del triunfo del Coyote desde otro lugar. El ingenio le ganó a la repetición. El cerebro, a la velocidad. La perserverancia derrotó a la rutina.
No puedo dejar de ver cómo ese bicho emplumado y reiterativo se convierte en pavo asado.
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