miércoles, 15 de julio de 2009

Alta beneficencia

¡Qué saludable es la desigualdad! Imagínense un país en el que todos seamos iguales y tengamos los mismos derechos y posibilidades. ¡Aburridísimo! Nadie podría sacarle ventajas al otro, ni ganar más que el vecino, ni tener autos, casas, barcos, que valgan más que los del resto. Todos comerían lo mismo -¡un horror!-. Viviríamos en monoblocks a metros de las vías del tren, nos divertiríamos en los mismos lugares. La desigualdad mueve al mundo, hace que fluyan las ideas, se transformen en riqueza, ésta cree trabajo y baje, aunque sea de a gotitas, al resto de la sociedad. Así funciona el progreso.

Dos billones de dólares recibieron de ayuda los países en desarrollo en los últimos 50 años, cuenta Naciones Unidas. ¿Y qué hicieron? ¡Lo que había que hacer! Generar más desigualdad. Porque a más desigualdad, más incentivos para que los que están arriba multipliquen su plata y después, de a gotitas, la distribuyan. Pensemos: el exitoso empresario se pasea por las calles de Etiopía y, porque le fue bien, tiene unas monedas para que el pibe lustrabotas haga su trabajo y se lleve unos centavos de dólar a su casa. Progreso puro.

Por eso está bien que los bancos, en estos dos años, hayan recibido 18 billones de dólares, casi diez veces más que los países pobres en el último medio siglo. Porque no hay sociedad moderna sin bancos, aunque sí hay sociedad moderna con pobres. Es fácil: los bancos generan, multiplican, reparten riqueza entre quienes tienen el gotero. Entonces, éstos pueden, de a gotitas, distribuir algo de ese capital hacia abajo. ¡Y hasta crear fundaciones para ayudar a los pobres en vez de pagar impuestos!


Así funciona.

Progreso en su máxima expresión.
Hoy me levanté así de optimista.

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